ENTREVISTA

Rosa Margarita Reggiardo



Entrevistas » 01/08/2015

Paz, sabiduría y felicidad. Es lo que irradia esta mujer que ya lleva un siglo de vida y que nos recibe en su casa de la zona rural de Florencio Varela. Increíblemente lúcida, hace gala de un humor que no se detiene ni frente al periodista que tiene el honor de entrevistarla.

«Espere, Rosa, que voy a anotar la anécdota que recién me contó…», le digo. Y me lanza, sin pudor: «Ah, no. Antes nadie anotaba nada. Se guardaba todo acá, en la cabeza…». Cuando era muy jovencita, además de sus tareas en el campo, cosía para afuera, con una vieja pero fiel máquina Singer, que aún conserva, y con la ayuda de un sol de noche, que iluminaba aquellas veladas sin energía eléctrica. Rosa Margarita Reggiardo nació el 10 de junio de 1915, se casó con Enrique Ferrario, con quien tuvo dos hijos, Enrique y Juan Carlos, y hace poco se dio el gusto de celebrar su centenario con una gran fiesta, junto a sus hijos, sobrinos, nietos y bisnietos. Y hasta con un grupo de mariachis especialmente contratado para la singular ocasión. Con ella dialogamos en una soleada tarde de julio pasado. Y nos contó algo de lo mucho que tuvo la suerte de vivir… tan bien vivido.


-Cuéntenos dónde nació…


-¿Dónde nací? Y… Mi papá siempre se mudaba, así que… Bueno, nací en Capilla del Señor. Eramos seis hermanos.


-¿A qué se dedicaban sus padres?


-Papá era chacarero, y mamá hacía los quehaceres de la casa.


-¿A usted le tocó trabajar en el campo?


-Sí… En el campo hacía de todo. Hasta ordeñar vacas. También cosechábamos… Alfalfa, maíz, todo en extensiones grandes. Papá alquilaba 60 o 70 hectáreas de campo, y había que trabajar… Se pasaba un arado, con un caballo o con dos, según lo que se necesitaba, y se echaban las semillas en el surco. Cuando no había máquinas se hacía a mano. Y a mano también se arrancaban los yuyos. Y juntábamos el maíz, que poníamos primero en unos canastos, y después en unas bolsas grandes.


-¿Qué le enseñaron sus padres?


-Me enseñaron a trabajar y a no pelearse. A donde mi papá iba, nosotros lo acompañábamos. Por eso a mí el trabajo nunca me asustó. Y a los demás de la familia tampoco.


-¿Cuándo llegaron a Florencio Varela?


-A Florencio Varela vinimos un 1 de mayo. Yo todavía no tenía 10 años… Papá tenía primos acá, los Rizzo. Y le hablaron para que viniera a un campo donde estaban los Traversone, que se iban a mudar. Vino, habló con el patrón del campo, que era un inglés, Robinson, y se lo alquiló. A mi papá esta ciudad le gustaba más, esto era más tranquilo. Para la mudanza, mi papá y mi hermano Federico, vinieron en carro, trayendo ocho caballos, mercadería, colchones, y un sulky… Hasta la máquina de cosechar. Era casi un carnaval. Y tardaron una semana en llegar, por la vuelta que tuvieron que pegar. En esa época no había caminos buenos… A la noche paraban en algún boliche, cenaban y dormían arriba del carro. Nosotros en cambio viajamos en tren.


-Vinieron para quedarse…


-Claro. Y acá se quedaron, hasta que se remataron los campos, y lotearon. Los que pudieron comprar, compraron y los que no, se fueron. Llegaron japoneses, italianos, portugueses, de todos lados…


-¿Con qué se divertían durante su juventud?


-Jugábamos a la lotería, nos juntábamos para tomar un chocolate caliente… Y bailábamos entre vecinos, en alguna casa como la de Larriateguy… También estaban los Calvi.


-¿Alguien tocaba algún instrumento?


-No. Usábamos un fonógrafo. Nos visitábamos y bailábamos. De mi familia la única que bailaba era yo.


-¿Cómo conoció a su esposo?


-A mi marido lo conocí cuando tenía unos quince años… Era joven, pero no era de decir «me voy a buscar enseguida», no, no… El cultivaba flores acá en la zona. Éramos vecinos y lo conocí trabajando.


-Siempre vivió en el campo. ¿Iba alguna vez para el centro de Florencio Varela? ¿Qué había?


-Iba alguna vez. ¿Qué había? Menos que ahora… Porque ahora, ¿qué hay?


-Y, hay negocios…


-Y hay chorros también. En esa época no había chorros. Solo gente que trabajaba. Nosotros íbamos con el sulky a comprar. Mamá compraba ropa en El Morenito y en la Tienda Gutani. Y traía unos bagayos enormes.


-En esos tiempos también había vendedores ambulantes…


-Sí. Venía gente a vender, a la puerta de las casas. Y a veces les comprábamos. Los veíamos atravesar la tranquera con una bolsa arriba de la espalda, y de cuando en cuando se les compraba.


-¿A qué médico llamaban cuando alguien se enfermaba?


-El médico en aquella época mucho no hacía falta, pero nos atendía el Dr. Sallarés, que aunque lloviera y hubiera barro, venía con su Voituré, que volaba. Después hubo otros médicos como el Dr.Zamora o el Dr. Libio Mandirola, que atendió a mi papá. Mandirola venía con el coche por las calles de barro… Había que saber manejar bien, porque el auto se movía de un lado para el otro.


-Imagino que la comida era toda hecha en casa…


-La comida era toda casera. No había nada de afuera. Se compraba la carne, y se criaban muchas gallinas. De cuando en cuando, alguna «sonaba»…


-¿Su mamá preparaba mermeladas?


-Los dulces se hacían solo de tomates.


-¿Alguien más le enseñó algo?


-Mi abuela me enseñó a tejer. Ella vivía con nosotros. Era italiana, de Génova. A coser aprendí yo sola, mirando a mi mamá cuando cosía a máquina. Me ponía al lado de ella, hacía andar la máquina, y listo. A los quince años ya cosía para afuera. En una máquina Singer. Mi abuela también me enseñó a rezar, como yo ahora le enseño a rezar a mis bisnietos. Pero ella rezaba en italiano.

-¿Cómo recuerda a su abuela?


-Usaba esos delantales grandes, italianos, que tapaban todo. Yo me colgaba del delantal y la seguía por todos lados. Andaba siempre pegada a ella. Murió a los 77 años. La cuidé hasta que vivió. Estuvo seis meses en la cama, sin hablar , sin comer sola. Yo a esas cosas nunca las desparramé, las tengo acá, adentro mío.


-¿Es cierto que tiene una receta especial para hacer ravioles?


-A los ravioles los amasaba con un palo grande. Se hacían un día para comerlos al día siguiente. Había que orearlos, primero de un lado y después del otro. Se daban vuelta en una sábana, sobre una mesa grande. El relleno tenía de lo mejor posible: acelga, espinaca, carne, o pollo… En muchas cantidades. La carne se picaba bien y se pasaba por la máquina. Y también hacía tallarines. Decirlo es una cosa y hacerlo es otra. Pero me gustaba hacerlo. Y a veces venían a comer visitas de lejos. Agarraba una gallina, le torcía un poco el cogote, y bueno…


-Usted estuvo siempre muy ligada a la Sociedad de Fomento Villa San Luis, ¿recuerda cómo se creó esta entidad?


-Varios vecinos se pusieron de acuerdo, hicieron varias reuniones, fueron a La Plata, compraron esas hectáreas de terreno que eran solo un yuyal, lo limpiaron, pusieron los papeles en regla, y así empezó todo.


-¿Está contenta con la vida?


-¿Cómo no voy a estarlo? Pero lamento no poder ayudar. Ahora me ayudan a mí… Me gusta estar con mi familia, todos juntos… Mi nieta que me dice que a veces la madre le quería hacer «chas chas» y yo la salvaba… Y bueno. Se hace lo que se puede… Hemos trabajado, hemos comido, nos hemos divertido también, gracias a Dios. Ahora me divierto estando con toda mi familia, eso es lo más lindo que hay. Y yendo al Club Villa San Luis, también. En invierno no, porque hace frío, y cuando hace frío tengo que estar adentro, pero cuando venga el verano, si Dios me deja, voy a ir de nuevo.


-¿Cómo se hace para vivir 100 años y llegar tan bien como llegó usted a esta edad?


-Vivir… Vivir y no hacer mal a nadie. Vivir tranquilos… Hay que hacer el bien, nunca el mal. Antes de hacer un disparate hay que pensarlo bien.


-¿Qué le diría a Dios si lo tuviera enfrente?


-A Dios… Muchas gracias por la vida que me da. ¿Y usted que le diría?


-Lo mismo. Muchas gracias cada día… Por estar sano.


-Claro. Yo estoy sana de acá (se toca la cabeza). Pero la vejez… Uno se tiene que conformar como se llega. Son cien años. No son juguete…


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