El Otro Vos: JULIO ES EL MENSAJE



Edición Impresa » 01/07/2017

Algunas veces antes de escribir algunos relatos, pienso qué nos caracteriza como varelenses; reflexiono acerca de las primeras observaciones cuando tengo que referirme a Florencio Varela con el mundo o con algunos de nuestros vecinos. En el intento por responder a éste interrogante me suceden dos cosas: me doy cuenta que somos personas y que el sano juicio identitario puede producir un efecto prologado de otras preguntas y en segundo lugar, se terminan mis caracteres.
Desde lo concreto, los varelenses no tenemos ninguna característica natural particular popular de inmensidad como un río, una laguna o una montaña, ni tenemos un prócer popular de la ciudad como un Ginobili o una Aymar o un Fangio que nos represente en el mundo, sin quitar merito a nuestros deportistas, claro. Tampoco tenemos una comida típica que se consiga en mejor calidad, abundancia o a mejor precio.
Desde lo simbólico, una persona puede haber oído hablar de Florencio Varela por algún caso de corrupción fundamental sin precedentes o bien por la antigüedad en el recibo de sueldo del Intendente, uno de los funcionarios con más años en su cargo de la historia de nuestro país. Algunos relacionan estas dos cosas y otros sienten algún orgullo por la segunda.
Pero hay algo que es indiscutible, algo que nos reconoce como varelenses vayamos donde vayamos, en cualquier trámite o formulario. Acá o en tierra del fuego, nuestro código postal 1888.
Aproximadamente en 1997, escribí por primera vez el código postal 1888. Fue detrás de la primera carta que nos hicieron escribir en el colegio primario. Como no sabía otra dirección (y no quería preguntar), puse la dirección de mi casa y fue dirigida a mi abuela. Era un dibujo con crayón y un par de hojas de ginkgo. Me acuerdo que me pareció una estupidez, porque «Dadito» el negocio de mi familia, estaba a la vuelta de la sede del Correo Argentino y yo con siete años, podía ir caminando porque no tenía que cruzar la calle. Durante diez días me senté en la puerta a esperar que llegara la carta. No le encontraba sentido a la situación hasta que un día apareció una bici inglesa pesada que llevaba un hombre de pelo de alambre gris y negro con una gorra semimovida hacia un costado que apenas tapaba las cejas en forma piramidal. El hombre me miró y me preguntó mi nombre, yo para no ser menos le pregunté el suyo. El hombre con el cuello quemado del sol y las manos corrugadas de los pinchazos de las esquinas de los sobres, me dijo que se llamaba Julio, y eso fue todo. Me dejó el sobre y echó a andar su bicicleta. Este ejercicio que en ese momento ya era medieval, hizo que todos valoráramos la importancia del mensaje pero no del medio.
En 2008, casi diez años después, conocí los textos del filósofo Marshall Mc Luhan quien le daba una importancia al medio semejante al mensaje, en tiempos donde la tecnología es una extensión de nuestro cuerpo. Es decir, que el medio influye en como el mensaje es percibido y si este cambia, el mensaje se distorsionaba. Si bien este texto está más referido a los medios de comunicación a mí siempre me remitió a Julio, mi cartero varelense que al antes podía traer alguna carta de puño y letra y luego sólo era el portador de servicios a pagar. Julio transformaba mi correspondencia, porque cada vez que venía, acompañaba cada sobre con algunas frases posmodernas sobre los jóvenes, la botánica o sobre la poesía. Julio protegía el mensaje, cual sea que fuera.
En unos pocos días, Julio se jubila y va a estacionar su bicicleta para siempre después de cincuenta años de resguardar mis mensajes y los de otros cuatrocientos mil varelenses. Ahora Edesur, Metrogas, ABSA y los boletines de las editoriales, van a ser solo eso, información porque Julio era el medio y por lo tanto era mensaje.
En todo esto pensaba, hoy cuando Julio me trajo la última carta con el código postal 1888.


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