Por Federico Quinteiros
Crónicas Varelenses por Federico Quinteiros
Mientras escribo imagino un diariero acomodando sus papeles en estas madrugadas de invierno. Aunque haya quienes digan que inviernos eran los de antes. Cuando había helada y escarcha y un frío que te calaba los huesos. Pienso en la paradoja de los trabajos de mi padre, que a pesar de que se levanta a las cinco de la mañana todos los días, va a trabajar contento y se mata de risa con sus compañeros y no se hace tanto problema por situaciones que antes lo enervaban, lo volvían loco, lo ponían serio. Entonces yo, que lo prefería así -con su sonrisa seria- le regalo un libro por su cumpleaños. Y ahí está mi padre en su sillón riendo a carcajadas leyendo un libro de Roberto Bolaño. Un libro llamado Los sinsabores del verdadero policía que más que tratar sobre un tema que toda gente de bien podría considerar obvio, trata sobre el policía como el verdadero lector de novelas endemoniadas. A las que era tan adepto Bolaño. Novelas salvajes que recomiendo con todo fervor a quien conozco, por el simple hecho de que son tremendas. Esta novela mencionada completa la historia que parecía inconclusa de la novelaza de más de mil páginas que es 2666. La novela que el escritor chileno estaba escribiendo antes de morir a los 50 años. Esa máquina de narrar historias que hizo que comenzara a ser considerado como uno de los mejores escritores en lengua española del siglo. No me acuerdo como llegué al autor pero sí que intenté leer todo lo que escribió en orden en el que publicó. Como una especie de enfermedad. Recuerdo que fue un domingo lluvioso el día que compré la novela, la última novela de Bolaño, escrita prácticamente desde la tumba. Ese día vi ocurrir un hecho que es digno de contarse: un tren le pasó por encima a una persona en Temperley. Viajé mirando el libro, cuidando de que las gotas de agua que manaban de la bolsa no lo mojaran. En Temperley bajé para realizar la combinación. Cruzaba el puente de fierro cuando escuché fuerte, y cada vez más fuerte, la bocina del tren. Siguió sonando y sonando. Cerré los ojos porque el tren se detuvo en mitad de camino. Se notó que no alcanzó a frenar. La secuencia me trasladó rápidamente a donde se empezó a amontonar la gente. No se podía ver nada, ni siquiera donde estaba el occiso, y tampoco se escuchaba nada. Divagué un rato sobre qué hacer, hasta que decidí rodear el lugar e ir por el otro andén, a ver la fatalidad hecha carne. Junto a otros curiosos, fuimos y allí estaban el guarda con sus secuaces, y un vendedor, el que habla con la Z. Todos vimos como el accidentado estaba vivo. Vivito y coleando, sin un rasguño. ¿Cómo había hecho? Volví a casa y abrí el libro luego de eso. En el medio pasó que mi papá se rompió las costillas al caer de un techo por pisar un techo de chapa que lo hizo caer como cae el cantante Dárgelos de Babasónicos en la canción La izquierda de la noche. O como cae en la introducción de la serie Mad men ese hombre del edificio. O como cayó Bolaño en 2666. Al vacío, de espaldas, en la fina red de la vida. Dispuestos a salvarse. A como de lugar. Escribiendo, viviendo, bailando hasta el amanecer.