Por Lic. Claudia Elena Rial
En el barrio Monteverde, a pocos metros de la vieja estación de tren Provincial, en una casa cargada de recuerdos, nos recibe María Favero, una vecina que lleva más de seis décadas viviendo en nuestra ciudad. Con 83 años, sus ojos brillan con la misma vitalidad que en sus años de juventud, y nos invita a pasar a su hogar para compartir con nosotros sus memorias sobre cómo era la vida en la ciudad cuando recién llegó.
En el barrio Monteverde, a pocos metros de la vieja estación de tren Provincial, en una casa cargada de recuerdos, nos recibe María Favero, una vecina que lleva más de seis décadas viviendo en nuestra ciudad. Con 83 años, sus ojos brillan con la misma vitalidad que en sus años de juventud, y nos invita a pasar a su hogar para compartir con nosotros sus memorias sobre cómo era la vida en la ciudad cuando recién llegó. En su voz se percibe la nostalgia de un Florencio Varela más tranquilo, de calles de tierra y vecinos que se conocían por su nombre, donde el Padre Miguel Hrymacz era amigo de todos en el barrio.
-María, usted vivió en Florencio Varela por más de 60 años, pero su historia comienza mucho antes. Cuéntenos, ¿cómo fueron sus orígenes? ¿Qué recuerdos tiene de sus padres y abuelos?
-Mi abuelo Juan Breichutch era un inmigrante polaco judío que llegó a la Argentina a fines del siglo XIX, buscando mejores oportunidades. En ese momento, el país estaba en plena expansión, y la Casa Rosada, como la conocemos hoy, se encontraba en una etapa de importantes reformas durante el gobierno de Julio Argentino Roca, alrededor de 1890. Mi abuelo fue contratado para trabajar allí, haciendo muebles y otros trabajos de carpintería. Hizo la mesa larga y las veinticuatro sillas. Le tenían tanto aprecio que le construyeron un galpón dentro de los terrenos de la Casa Rosada, donde guardaba sus herramientas y pasaba la semana. Solo los fines de semana regresaba a Adrogué, que era donde vivía. Mi abuela, Catalina Eloi , era una esclava sirvienta en la Casa de Gobierno, antes de casarse con mi abuelo. Todavía existían muchas prácticas que mantenían a las personas en condiciones de servidumbre. Mi abuelo, con el tiempo, decidió comprar su libertad y se casaron. De esa unión nacieron siete hijos, entre ellos, en 1907, mi mamá Catalina.
-¿Cómo se conocieron tus padres?
-Mi padre, Luis Favero, nació en La Plata, pero iba a Adrogué a darle unos trabajos a mi abuelo que tenía su taller de herrería y carpintería. Allí, la vió a mi madre y sin pensarlo le dijo: «que linda hija tiene». Ante ese comentario, un vecino de mi abuelo le advirtió: «tenga cuidado con el polaco, no mire a sus hijas porque lo mata». Entonces mi papá hizo guardia un domingo, a la salida de la misa, y le dio una carta declarando su amor a mi mamá, y así se enamoraron a escondidas. El, con 25 años, se la llevó a ella con 16, a vivir a La Plata, escapando de mi abuelo. Allá, la familia de mi padre, eran comerciantes, y mi tío Mauricio le aconsejó que fuera ante el juez y con el solo permiso de mi abuela, al tiempo mis padres se casaron en la Catedral en 1924. Tuvieron ocho hijos, de los cuales yo soy la menor. Nací en 1941.
-¿Y cómo llegaron a Varela?
-Un 22 de diciembre de 1945, el tren se descompuso en la estación Avellaneda, entonces mi abuelo se bajó y en la Avenida Pavón, en un Kiosco compró un billete de lotería. Al otro día, se sacó la grande de Navidad. Con ese dinero, le compró una casa a cada hijo para vivir todos juntos. Allí vivimos hasta que repetí la historia familiar. A los 17 años me enamoré de mi marido Oscar Kaiser, que me llevaba diez años. Me casé con él en 1958. Para esa época Bielsa, dueños de florerías en Buenos Aires, estaba rematando unos lotes en el barrio La Esmeralda, enfrente de Mora. Recuerdo esos terrenos llenos de flores… En 1960 me hice una casa, y como no me gustó me fui a ver al rematador Martino para venderla. Y fue así que me ofreció este terreno, a una cuadra de la estación Monteverde.
-¿Qué recuerda de ese entonces?
-Era todo de tierra. Recuerdo que Martino se paró en la esquina de mi casa y me dijo: «yo no voy a estar para verlo, pero si vos te paras debajo de este farol, vas a ver a una cuadra una avenida que te lleva a la Ruta 2, en la esquina doblando tenés el tren Provincial, costeando la vía, hay una avenida que la van a hacer y te llevará a la avenida San Martín que a la izquierda te lleva al pueblo de Varela, a la derecha a la avenida Monteverde…» Todo era ligustrina, piedras y un ranchito que se llovía todo. La tiré abajo e hice mi imperio. Conocí la ciudad de Varela por una amiga, una gallega, que se dedicaba a visitar lugares para invertir en terrenos. En aquel momento, salían unos micros descubiertos, les decíamos las bañaderas. Salían como de excursión de la estación de Lanús, de Avellaneda, de todos lados. Un domingo vinimos a Varela, todo campo… El micro entró por Mosconi, que era de tierra, todos árboles alrededor, el boulevard en el medio de San Martín. Era hermoso. Mi amiga y yo quedamos encantadas con esta ciudad, por su aire fresco y puro, sin fábricas, sin desechos tóxicos. Este barrio, es el más lindo que hay, y no lo cambio por nada.
-¿Y cómo era vivir aquí?
-A los 18 años tuve a mi hija Estela, y a los 26 a los mellizos, Aníbal y Mauricio. Fue en ese entonces cuando construí la casa donde vivo hoy. En aquel tiempo, entre gallegos y polacos, solo tenía seis vecinos; el resto era todo campo. No había negocios cerca, salvo Negrete, que vendía algunas cosas básicas. Cuando necesitábamos más, íbamos a la calle Paso de la Patria, donde había una carnicería y una verdulería, o directamente al centro de Varela a hacer las compras. Los sábados tomábamos el tren para ir a la feria de Solano. No teníamos agua corriente ni luz. Los polacos que vivían enfrente, Doña María y Don Carlos, tenían un bombeador, y así nos íbamos arreglando. Poco a poco el barrio fue creciendo, sumándose más vecinos con el paso del tiempo.
-¿Qué recuerda del Padre Miguel?
-Antes de la llegada del padre, teníamos una capilla, pero no había sacerdote. La iglesia estaba abandonada y saqueada; se habían llevado hasta los bancos, y los santos estaban apilados en un rincón. Era una tristeza ver ese lugar así. Todo el terreno pertenecía a los Molteni, que tenían un criadero de pollos. Cuando supimos que vendría un sacerdote, el barrio se llenó de alegría. Mis mellizos, que en ese momento tenían trece años, trabajaron cortando el pasto, y junto con los vecinos, limpiaron durante tres días con palas y carretillas. Doña Blanca y su marido, Don Favale donó la pintura, un color amarillo, que hasta el día de hoy la recordamos así. Todos nos unimos para rasquetear y pintar la iglesia. Hacían fuego, asaban unos pedazos de carne, comían y seguían trabajando. Fue un gran acontecimiento y un verdadero esfuerzo comunitario.
-¿Y cómo fue la llegada del nuevo sacerdote?
-Me acuerdo bien del Padre Miguel cuando llegó. Era un joven ucraniano, rubio, con el cabello cayendo al costado, muy apuesto. Siempre llevaba un pedazo de pan en el bolsillo que iba picoteando. Era una persona formidable, luchaba por la gente y todos lo queríamos mucho. Elba, una vecina muy católica, le llevaba comida todos los domingos, Un correntino era como su mano derecha que lo cuidaba mucho y lo ayudaba a organizar las donaciones. Se levantaban a las tres de la mañana para pelar papas y preparar la comida para la olla popular. De ese esfuerzo nació el comedor y, con rifas que los vecinos vendían, y las peñas, logramos construir un gran galpón. En los años 70, un día, lo aconsejé respecto a la distribución de las donaciones, porque había quienes se aprovechaban de él. Lo llevé al Regimiento 7 de Infantería en Villa Elisa para pedir electrodomésticos, y nos dieron una amasadora, dos máquinas para picar carne, unos pela papas, sartenes, ollas grandes, platos, cubiertos, una balanza y una caja llena de libros de recetas. El comedor llegó a recibir a más de 400 personas. El Padre Miguel se ganó el cariño de todos los vecinos, quienes siempre lo invitaban a comer a sus casas. También recibió colaboración de parte de la concesionaria Zanet, que estaba en Calchaquí, y del Intendente Carpinetti, que fue el único político que se acercó y ayudó.
María no solo fue testigo de la transformación de la ciudad, sino que también dejó su huella en ella. Su historia es la de una mujer que, a través del trabajo, la familia y la comunidad, supo construir un hogar en medio del campo, participar en el nacimiento de un barrio y ser parte activa en el crecimiento de su parroquia y el comedor que alimentó a cientos de vecinos.
-Gracias, María, por abrirnos las puertas de su casa y de su vida. Su relato nos recuerda la fuerza de las raíces y el poder de la comunidad para enfrentar cualquier desafío. Su historia quedará como testimonio de un Florencio Varela solidario ¿Qué nos podría decir para finalizar?
-Estoy agradecida por todo lo que he vivido. He visto cómo este lugar pasó de ser casi todo campo a convertirse en una ciudad llena de vida. Lo más importante siempre ha sido la gente, los vecinos. Nos ayudamos unos a otros, y eso es algo que nunca cambió. Espero que las nuevas generaciones sigan cuidando y valorando lo que tenemos.