En el corazón de Florencio Varela, entre las calles que han visto crecer generaciones y las voces que han marcado su historia, hay relatos que merecen ser contados.
En el corazón de Florencio Varela, entre las calles que han visto crecer generaciones y las voces que han marcado su historia, hay relatos que merecen ser contados. Uno de ellos es el de María del Carmen Purificación Pena Rodríguez, más conocida como María, la gallega. Una mujer que, con casi 90 años, guarda en su memoria el eco de una travesía que comenzó en Galicia, España, y que la trajo a la Argentina en 1950, cuando apenas era una joven con sueños y anhelos.
Desde su llegada, su vida ha estado marcada por el esfuerzo, la comunidad y, sobre todo, una fe inquebrantable que la llevó a convertirse en un pilar para la vida espiritual del pueblo. Su historia no solo es la de una inmigrante que echó raíces en estas tierras, sino también la de una mujer que dedicó su vida a fortalecer la identidad y la devoción de Varela, dejando una huella imborrable.
En esta entrevista, María le abre a Mi Ciudad las puertas de su pasado, compartiendo recuerdos de su infancia en Galicia, el viaje hacia lo desconocido, los desafíos de construir un nuevo hogar y su incansable trabajo en la comunidad. Su testimonio es un reflejo de la perseverancia, la entrega y la fe que han tejido la historia de tantos inmigrantes que hicieron este pueblo.
-Usted nació en 1935 en Vigo, Pontevedra, en una época en la que España atravesaba tiempos muy difíciles. ¿Cómo recuerda aquellos años y la decisión de sus padres de emigrar a la Argentina?
-Recuerdo que vivíamos en una casa donde mis padres eran caseros. No teníamos lujos, pero tampoco nos faltaba lo esencial. Sin embargo, la guerra civil lo cambió todo. Mi papá estuvo dos años en la guerra. En esos tiempos había dos frentes: los que estaban con Franco y los que estaban en contra. Pero él no apoyaba a ninguno, solo quería trabajar y cuidar de su familia. Aun así, lo perseguían para ver de qué lado estaba. Eso nos hizo vivir con miedo. La guerra dejó mucha miseria, y mis padres, pensando en nuestro futuro, tomaron la decisión de venir a la Argentina. No fue fácil, pero mi tío José Antonio, que ya estaba instalado en Munro, nos dio la esperanza de un nuevo comienzo.
-Llegaron a la Argentina en el barco Provence en 1950 ¿Cómo fue empezar una nueva vida en un país desconocido?
-Fue un cambio muy grande. Apenas llegamos a Munro, mi papá empezó a trabajar en un corralón y mi mamá en una fonda, lavando ropa. Y yo, con solo quince años, sin conocer las calles, sin saber viajar ni moverme sola, al tercer día de haber llegado, ya estaba trabajando de sirvienta en la casa de un médico, frente al Hospital Rivadavia, en Capital. La esposa de mi tío fue quien me consiguió el trabajo. No tuve tiempo de adaptarme ni de acostumbrarme a esta nueva tierra, todo fue rápido. Al principio tenía miedo, extrañaba mucho mi país, me sentía perdida y muy triste, porque allá yo era muy feliz, todo era distinto.
-Después de esos primeros meses en Munro, lograron mudarse a Gerli…
-Nosotros vivíamos como podíamos, hasta que la suegra de mi prima Mery, una mujer que no sabía ni leer ni escribir, pero que tenía un corazón enorme, se enteró de nuestra situación y se movió para ayudarnos. Averiguó y consiguió una casa en Gerli para alquilar. Nos mudamos todos juntos, éramos siete y dormíamos en el mismo cuarto, como si fuera un hospital. Pero estábamos tranquilos, al menos teníamos un techo seguro. Mi papá consiguió trabajo en otro corralón, y más adelante, gracias a esta misma mujer, empezó a trabajar de sereno en una fábrica de muebles en Lanús. Trabajaba de noche, pero eso nos permitió estar un poco mejor. Fue en Gerli donde conocí a un italiano llamado José Leonelli. Nos pusimos de novios y, en 1955, nos casamos. Después empezamos nuestra vida juntos en Temperley, buscando construir nuestro propio camino. Al año, nació nuestra hija Rosita y en 1959 José. Al tiempo, con 27 años quedé viuda, con mis hijos de 10 y 6 años a cargo. Los crié sola haciendo trabajos de costura y labor doméstica.
-Con los años, su camino la llevó a Florencio Varela…
-Mis padres compraron una casa a medio construir en este barrio. Fue su manera de asegurar un lugar propio después de tanto esfuerzo. Más adelante, cuando quedé viuda, mi mamá no quería que me quedara sola con los chicos, y yo tampoco quería depender de nadie. En 1970, alquilé la casa de Temperley y con ese ingreso pude comprar este terreno. No fue fácil, todo lo hice con mucho sacrificio, pero de a poco fui levantando mi casa. Acá, formé mi vida, pasé buenos momentos, conocí a Marcelo Ahumada, con quien me casé.
-En Monteverde había pocos vecinos y el barrio todavía era muy rural. ¿Cómo conoció a Marcelo?
-Sí, en aquella época, era casi todo campo, con pocos vecinos y algunos negocios aislados. La estación del tren Provincial quedaba a una cuadra de mi casa, y la vida transcurría con tranquilidad. Mis vecinas, María, la polaca y Pepa, insistían en que debía rehacer mi vida. Me hablaban de un hombre soltero del barrio, asegurando que era una buena persona, pero yo no le di importancia. Lo había visto en compañía de otra vecina y pensé que no tenía sentido prestarle atención. Sin que yo lo supiera, ellas planearon un encuentro. Un día, Pepa me propuso acompañarme a Temperley a cobrar el alquiler de mi casa, y acepté sin sospechar nada. Sin embargo, cuando llegamos a la estación, de repente cambió de idea y se marchó, aunque noté que miraba a su alrededor como si estuviera esperando a alguien. Poco después apareció Marcelo. Iniciamos una conversación, y casualmente iba hacia la misma dirección, por lo que viajamos juntos. Aquel encuentro, que parecía casual, terminó marcando el inicio de una nueva etapa en mi vida. En 1973, me casé y al año nació mi hija Alejandra Ahumada.
-A lo largo de su vida se enfrentó a muchos desafíos, pero la pérdida de su hija Rosita debió ser el golpe más duro. ¿Cómo atravesó ese momento?
-Cuando mi hija Rosita tenía 21 años, sufrió un ACV y, tras unos días internada, falleció. Fue el peor dolor de mi vida. Nada podía consolarme, perdí la fe en Dios y caí en una profunda tristeza que afectó también mi salud. En medio de ese sufrimiento, mi vecina Doña María, la polaca, fue un gran apoyo. No me dejaba encerrarme en mi dolor, me acompañaba y me insistía para que compartiera momentos con ella. Un día, me invitó a su casa porque recibiría la imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa. Yo, enojada con Dios, no quería saber nada, pero ella insistió tanto que accedí.
Durante el rezo, sentí algo extraño, una necesidad inexplicable de llevar la imagen a mi casa. Estaba la nuera de Pepa, Betty, mujer del mecánico Beccaría Omar, quien la reclamaba porque estaba anotada para recibirla, pero Doña María intervino y logró que me cedieran el turno. En ese momento, sin entenderlo del todo, algo dentro de mí empezó a cambiar. Fue como si, de a poco, se abriera una puerta en mi corazón que yo creía cerrada para siempre.
-Su hogar se convirtió en un espacio de fe para la comunidad. ¿Cómo fue esa transformación y qué significó para usted?
-Lo que empezó con la Virgen quedándose en mi casa por unos días terminó convirtiéndose en algo mucho más grande. Sin darme cuenta, mi hogar se transformó en la capilla Santa Teresita del Niño Jesús, de la Curva. Aquí se reunía la comunidad para rezar, se daban clases de catequesis, se celebraban casamientos, y hasta el padre Miguel venía a dar misa y confesar. También existió Caritas. Acá traían bolsas de ropa para darle a la gente, alimentos para los más carenciados. Fueron años en los que mi casa se llenó de personas que, como yo, buscaban consuelo, esperanza y fe. A través de la Virgen y de la comunidad, volví a sentirme en paz, entendí que Dios nunca me había abandonado y que, aun en el dolor, había un propósito más grande.
-¿Por qué decidieron ponerle ese nombre?
-Cada parroquia tenía seis centros, y cada uno podía elegir el nombre de su capilla. Un día, la imagen de la Virgen llegó a la casa de unos vecinos, Teresa y José Jancik. Teresa estaba muy enferma y me dijo: «A mí me gustaría que la capilla se llame Santa Teresita». Fue por ella que elegimos ese nombre.
-Con tanto esfuerzo lograron conseguir el terreno para la capilla. ¿Cómo fue ese proceso?
-Buscamos mucho hasta encontrar un terreno en la calle Sánchez de Loria, que estaba hipotecado y su dueña necesitaba vender con urgencia. Doña Ana, nuestra tesorera, no llegaba con el dinero, así que junto a Patricia Besuzzo fuimos a hablar con el padre Miguel para pedirle un préstamo de cinco mil pesos. El tesorero de la Medalla nos prestó el dinero y, con mucho sacrificio, devolvimos cada centavo. Organizamos ferias, vendimos rifas, empanadas, locro, pastelitos, tortas y todo lo que pudimos para juntar fondos. Carpinetti también nos ayudó mucho en ese tiempo.
-Después de tanto esfuerzo y trabajo, lograron construir la capilla…
-Fue una gran alegría para toda la comunidad. El padre Miguel, nuestro párroco, comenzó a oficiar las misas allí, y un día, en pleno invierno, el obispo Jorge Novak vino a conocerla. Hacía mucho frío, así que, Doña María llevó café para convidar, pero antes de servirle le advirtió: «Señor, el café está bautizado», porque le había puesto un poco de coñac (risas). Y él, sin dudarlo, respondió: «Si está bautizado, mejor… deme, deme» (risas). Qué bien la pasábamos en esa época… Volví a creer más que nunca. Después de todo lo vivido, sé que Dios y la virgen están conmigo siempre y me protegen.
A lo largo de los años, la vida la puso a prueba en innumerables ocasiones. Conoció el dolor más profundo, pero también descubrió la fortaleza que nace de la fe y del amor de quienes la rodean. Aprendió que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una luz que guía el camino, aunque a veces cueste verla.
Hoy, con casi 90 años, María, la gallega, mira atrás y ve una historia marcada por la lucha, el sacrificio y la esperanza. La vida le enseñó que, por más golpes que dé el destino, siempre hay motivos para seguir adelante, y que lo más valioso es lo que se atesora en el corazón. Aunque enviudó en 2019, encuentra en su familia la mayor razón para continuar. Su hija Alejandra y sus nietos, Ezequiel y Thiago, son su orgullo y su alegría, y cada día agradece poder compartir momentos con ellos.
Con casi nueve décadas vividas, sigue en carrera, demostrando que la verdadera fuerza está en el corazón y en la voluntad de seguir caminando con una fe que se volvió inquebrantable.