Sadakuki Nakandakari



Entrevistas » 03/08/2025

En el corazón de Florencio Varela, sobrevive un oficio que el tiempo parece haber olvidado.
Sadayuki Nakandakari (72), nacido en Japón y radicado en la Argentina desde su infancia...

En el corazón de Florencio Varela, sobrevive un oficio que el tiempo parece haber olvidado.
Sadayuki Nakandakari (72), nacido en Japón y radicado en la Argentina desde su infancia, es hoy el único relojero que queda en la ciudad. Con manos precisas y mirada serena, guarda en su memoria una historia de esfuerzo, aprendizaje y perseverancia. Desde sus primeros años en el país, aprendió el arte de reparar relojes de la mano de maestros que lo guiaron en los secretos del oficio. Trabajó en distintos rubros hasta que logró comprar el fondo de comercio de una relojería y joyería, y desde entonces no abandonó nunca su banco de trabajo. Formó su familia, se instaló definitivamente en este pueblo y hoy, con décadas de experiencia, le abre a Mi Ciudad las puertas de su taller para contarnos cómo fue aquel camino recorrido y qué significa para él ser el último guardián de un oficio artesanal que resiste al paso del tiempo.

-Sadayuki, usted vivió su infancia en Okinawa junto a sus padres y hermanos. ¿Cómo recuerda aquellos años y qué los llevó a dejar Japón para comenzar una nueva vida en América? ¿Cómo fue la experiencia de llegar a un lugar tan distinto, trabajar la tierra en una zona amazónica y adaptarse a esa nueva realidad?
-Nací en Okinawa y viví allá hasta los nueve años en una época difícil por las secuelas de la guerra. Éramos cinco hermanos, dos mujeres (Shigeko y Nobuko) y tres varones (Sadamitsu, Sadao y yo, el menor). Mis abuelos habían fallecido luchando. Había mucha pobreza y pocas oportunidades, y mis padres decidieron emigrar para darnos un futuro mejor. Por eso decidieron venir a América. Shigeko que se había casado decidió quedarse en Japón. Primero fuimos a Bolivia, a una colonia japonesa en Santa Cruz de la Sierra, que se llamaba Colonia Okinawa. El gobierno boliviano nos dio 50 hectáreas por familia para trabajarlas, y empezamos a sembrar arroz, sorgo, maíz, soja... Pero era todo muy duro. Era una zona selvática, hubo que trabajar mucho para desmalezar y preparar la tierra. Recuerdo que todo era a mano, con pocas herramientas. Todo lo cultivado era para consumo interno, entonces los precios eran bajos. No se exportaba, así que económicamente costaba mucho salir adelante. Fue una etapa que me marcó para siempre. Aprendí el valor del esfuerzo, el trabajo en familia y la importancia de no rendirse.
-¿Y cómo fue el paso de Bolivia a la Argentina? ¿Qué lo trajo a este país?
-Como en Bolivia no lográbamos progresar, mis padres regresaron a Japón. La agricultura no alcanzaba para vivir bien, y muchos japoneses empezaron a irse. Algunos se fueron a Brasil, otros a Perú. Mis hermanos mayores viajaron antes a Argentina, donde en esa época se ganaba mejor y, en 1972, yo decidí venir solo, con 18 años, buscando una oportunidad mejor. A Japón no quise volver porque no tenía estudios y sentía que me quedaba atrás.
-¿Cómo fueron esos primeros años laborales en el país y cómo descubrió su vocación?
-Al llegar a Argentina no hablaba bien castellano porque en la colonia solo usábamos japonés. Trabajé primero en una tintorería en Haedo, luego en otra en Quilmes. Al tiempo, con mis hermanos compramos el fondo de comercio de una tintorería en Capital, pero no nos fue bien. Vendimos todo y cada uno siguió trabajando por su cuenta. Éramos inmigrantes, sin mucho, pero con ganas de progresar. En ese momento, mi hermano mayor, Sadamitsu, ya había aprendido el oficio de relojero en Bolivia. Él trabajaba en eso, y cuando se fue a Japón dejó todas sus herramientas y pensé: «Es una lástima tener todo esto y no aprovecharlo». Entonces comencé a desarmar mi propio reloj mirando un libro que me mandó de Japón: «Academia de Relojería de Tokio». Tuve varios oficios. A la mañana planchador, a la tarde en una fábrica coreana de tejidos y a la noche hacía curso de relojería. Y los fines de semana trabajaba en un restaurante como ayudante de mozo. Trabajaba día y noche, mucho. De a poco me fui adaptando al idioma, a las costumbres y aprendiendo el oficio que más tarde sería mi vida, el de relojero.
-Cuénteme sus inicios como relojero…
-Una vez que aprendí a arreglar relojes, en 1974 fui a la Escuela Suiza de Relojería, en Capital. Me presenté y les expliqué que necesitaba el diploma para poder trabajar. Ellos me dijeron que debía hacer todo el curso, pero yo insistí en que ya sabía reparar relojes. Finalmente, me dieron la oportunidad de rendir el examen directamente. Tuve que demostrar que podía arreglar distintos tipos de relojes: despertadores, relojes a cuerda, de péndulo, automáticos y cronómetros. Un colega me avisó que en el Service Oficial de Seiko estaban buscando relojeros. Fui y llevé mi diploma, pero me dijeron: «No queremos diplomas, queremos gente con experiencia. ¿Usted tiene experiencia?». Les respondí: «No, pero yo sé arreglar relojes». Me tomaron un examen y quedé. Mi jefe me enseñó que no hacía falta desarmar toda la máquina porque así se perdía tiempo, y gracias a ese consejo logré arreglar más relojes que mis compañeros. Por algunos conflictos internos decidí irme, pero mi jefe me ofreció seguir trabajando para él desde mi casa. Para eso necesitaba una máquina que controla el funcionamiento del reloj una vez reparado. Le dije que ya la tenía, aunque no era cierto. Me dio cien relojes para arreglar, así que tuve que juntar el dinero y comprarla. Así empecé como tallerista y, como era costumbre, también le pasaba trabajo a otro colega, sin pedirle comisión.
-Hábleme de amor… ¿Cómo conoció a su esposa?
-A Rieko (Shimabukuro, 71) la conocí en Bolivia. Íbamos juntos a la escuela. De soltera ella también vino a la Argentina y se quedó a vivir con su hermana que ya estaba acá. Nos casamos en febrero de 1977 y ese mismo año tuvimos a nuestra hija Delia. Compramos una tintorería y ella atendía, lavaba y planchaba. En esa época dormíamos cuatro horas, trabajábamos mucho.

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