Así como me pregunto por la conspiración que está habiendo en los fabulosos trenes
chinos argentinos por estos meses...
Así como me pregunto por la conspiración que está habiendo en los fabulosos trenes
chinos argentinos por estos meses, donde los motorman realizan un paro silencioso
andando cada vez más despacio, me pregunto por la verdadera conspiración china,
esa de la que hablaban hace un tiempo en la tele, cada vez que ocurría algún hecho
policial.
Le cuento a Shirley, que por estos días anda leyendo toda la obra de Coetzee, que
cuando era chico mi mamá se paró frente a un negocio y me dijo: cuando seas grande
acá vas a venir a comprar tus muebles. El negocio era Casa Julio, la recordada
mueblería que atendía un señor calvo y sonriente un poco parecido a una mezcla
entre el Dalai Lama y Larry de Clay. Entrabas al lugar y allá estaba él, muy en el fondo,
donde hoy están las gaseosas frías, esperando atender. Sabía guiarte y ayudarte a
encontrar lo que necesitabas. Imagino que como en esa época se pagaba casi todo en
efectivo, había poco crédito o mejor dicho, más confianza en cuanto a este. Y lo debía
anotar todo en una libreta. Se podía comprar algunas cosas a cuotas, pero con la
diferencia de que parecía que serían propias. Al contrario de ahora, que todo es
suscripción y pago mensual de esta, por algo que aparentemente nunca nos va a
pertenecer. En fin, pasó la infancia, y es sabido que tiempo después Julio mismo
decidió mandar a guardar su mueblería y le alquiló a los chinos para que estos
pusieran ahí el supermercado. A Julio se lo solía ver rumbeando los pasillos del local.
A veces simplemente lo veías en la entrada. Saludando a la gente, como diciendo:
ahora me puse un chino, el negocio perfecto. Recuerdo también que por esos tiempos
yo le compraba películas a un chico que la vendía en las afueras del chino. Películas
western. Veíamos como Julio salía a caminar. Nos contaba que se iba hasta Zeballos.
Cuestión, un día Julio se convirtió definitivamente en fantasma, se desvaneció hasta
ser impalpable, cambió de costumbres, se ausentó para siempre, es decir, murió.
Como murieron tantos, Luisito el carnicero, Noemí la del cyber.
Había un chiste que contaba mi finado tío el Búho me costaba entender que decía así:
llega un argentino al cielo y San Pedro le encarga hacer el portón de entrada. San
Pedro le dice que el italiano le quiso cobrar tres cientos mil pero que tiene esperando
al chino que le va a cobrar cien mil. Entonces el argentino lo frena en seco y le dice:
cien para vos, cien para mí, y que lo haga el chino.