Julio Cobre



Historias de Mi Ciudad » 01/01/2023

Julio Alberto Cobre nació el 22 de marzo de 1951 en el Hospital Argerich, de la ciudad de Buenos Aires, pero vivió desde sus ocho meses en Florencio Varela. Está casado con Marta Martínez y tiene dos hijos: María Laura y Ariel, y un nieto, Máximo. Su rostro es muy conocido, y no es para menos: durante cuarenta años, recorrió las calles de nuestra ciudad trabajando como cartero.

Julio Alberto Cobre nació el 22 de marzo de 1951 en el Hospital Argerich, de la ciudad de Buenos Aires, pero vivió desde sus ocho meses en Florencio Varela. Está casado con Marta Martínez y tiene dos hijos: María Laura y Ariel, y un nieto, Máximo. Su rostro es muy conocido, y no es para menos: durante cuarenta años, recorrió las calles de nuestra ciudad trabajando como cartero. Hombre de interesante conversación, también se dedica a escribir. «Escribo desde los 19 años, por una mujer, una morocha de ojos verdes que era una prima. Me enamoré y no dio resultado, pero seguí escribiendo…», recuerda sonriendo.

«Mi mamá era muy callada, y a mi papá, como trabajaba en el Ferrocarril, cuando yo estaba en la Primaria lo veía poco. Cuando se hizo la película de Pepe Arias, Kilómetro 111, él estaba acá como telegrafista. Alquilábamos en la calle Estrada. Era de la época antigua. Si yo me escapaba, sacaba el cinto… Había estado internado en un colegio de curas, en la Abadía del Niño Dios, en Victoria, Entre Ríos. Y no quería a los curas, aunque después se hizo muy amigo del Padre Santolín», recuerda al preguntarle sobre su infancia.
Sin embargo, un recuerdo amargo también se remonta a aquellos tiempos: «Yo tenía unos cinco años y un florista mató a una chica que trabajaba en la Sirio a la que pretendía y nunca lo aceptó… Ese día la agarró, forcejeó, se escapó y la corrió a los tiros. Yo la vi tirada, llena de sangre, al lado del alambre. Al tipo lo agarraron y fue preso. Nunca me lo pude olvidar», dice.

«Mi tío tenía vacas y caballos, y vivía al lado nuestro. Le alquilaba el campo a Bartolo Villar. Unas seis manzanas. Ahí había hasta perdices, y cuando llegaba la primavera era un jardín de mariposas. Estaba entre Billingurst, una cortada que se abrió y se hizo asfalto, San Lorenzo, que pasa por dentro, Plumerillo, Aconcagua, y entrabas por Rafael Obligado. Ahí mi abuela ordeñaba y tomábamos la leche al pie de la vaca. Y nunca le hizo mal a nadie», agrega.

-¿A qué escuela fue, y de qué maestras se acuerda?
-A la Escuela 14. Mis maestras eran Graciela Pis Diez de Morel, que fue una madre para nosotros. En 1961 se fue a Tres Arroyos con el marido, que era médico. Años más tarde la contacté a través de un vecino que viajó. También tuve a Coco Fava, en cuarto grado, que cuando se inauguró la Escuela 22 fue para ahí, a Alicia Couter, a Teresita Fernández de Corti, a Lucía Tau, a la señorita Irene, que vivía atrás de la escuela, a Ana María Villa Abrille y a Elsa Norma Ponce. En esa época se aportaban 50 centavos a la Cooperadora. Y era un honor.

Al preguntársele cómo se llevaba con sus docentes, «Beto» no esquiva el bulto y dice que sólo con una de ellas no tuvo una buena relación. «Yo siempre fui rebelde… Si me das la mano, te doy toda mi ropa. Si me tratás mal, me planto. Y para mí no hay grises, hay blanco o negro».

-¿Quiénes eran sus compañeros de juegos?
- Jugábamos a la pelota con Pisera, Germán Martínez, que era chiquito pero jugaba con nosotros, Beccaria, que tuvo un taller de autos, Oscar Benito, que en un tiempo hizo fotografía, uno que el apellido era Marrano, y mucha gente grande, los Valdez, Alvarez… A mí me decían «el Zurdo».
La cancha era la de los Marino, en la manzana de Andreoli, que vivía al 750 de Monteagudo, en Yapeyú, San Martín y Guiraldes, con una parte que se inundaba… Ahí había una laguna en la que sacábamos morenitas, ranas…
Para San Pedro y San Pablo hacíamos fogatas, y hasta volteábamos algún árbol para tener leña. Una vez tiramos un eucalipto grande, como de diez metros, con Mario Lettiere, su hermano y el padre y con José Antonio Bussolo…
-¿Conoció a sus abuelos?
­A mis abuelos paternos. Él era un español bajito, cejudo como yo. Cuando mi hermana Cristina y yo hacíamos alguna travesura, corría y me subía a un árbol y él hacía como que me iba a pinchar con un palo y se reía.
-¿Cuál fue el primer trabajo por el que cobró?
-A los 13 años, como peón de albañil con Ramón Giachello, pariente del jugador de Independiente. Me pagaban 100 pesos por día.
-¿Y después?
-Trabajé con Muñiz, que tenía una fábrica de lavandina y detergente, en el paso a nivel de Constituyentes a San Lorenzo, cerca de la quinta de Favaloro. Después estuve repartiendo pan para la «13 de diciembre». En el barrio estaban el Sargento Benítez y el Gordo Almeida, el padre de Sara. Cuando Merigho iba a cobrar la luz casa por casa, iba acompañado por Almeida, por si lo querían robar. Además trabajé en una fábrica de horquillas y, entre los 15 y los 17 años trabajé en una fábrica de trenes eléctricos, que era de unos húngaros y estaba en Constitución y Pringles.
-¿Cómo se llamaba?
-Se llamaba Sabval, por Ladislao Savo que era el dueño y Francisco Valentín, el sobrino. Esos trenes eran a pila, con transformadores de 12 voltios, todo un adelanto para la época. Después se trasladaron a una casa quinta de Almafuerte 466.

-¿Cuándo entró al Correo?
-El 4 de junio de 1980… El jefe era Nedo Magnago. Yo por suerte ya conocía las calles, porque había repartido pan, y también querosén con Oscar Oviedo, que fue presidente del club Nahuel. Y fui sodero para Aguas Bieysse. Entré y estaba Sonsini. En ese entonces sólo había quince carteros. Me presentó, me dieron un plano. Estaba un chico Taboada, muy buen pibe, que en tres días me armó el reparto, de 106 manzanas, que arrancaba en San Juan y Monteagudo, para adentro, sin tocar Monteagudo, hasta 9 de Julio, subía a Sallarés, cruzaba a la altura de Supercam, iba por el fondo hasta Chacabuco… En 1984 cuando se agrandaron los repartos pasé a La Esmeralda hasta Aniceto Díaz…
-¿Recuerda alguna carta en especial que le tocó llevar?
- Acá llegaban muchas cartas desde distintos países de Europa: Alemania, España, Italia, Francia, Inglaterra, Rusia… La señora Ana Izarriaga, que era enfermera, y suegra de Iula, recibía una cantidad enorme de cartas de Rusia. Una brasileña, Marlene, le escribía siempre a la esposa de Agapito Maldonado. Y una vez me escribió a mí agradeciéndome porque siempre llegaba su correspondencia. Y los ex combatientes italianos recibían la revista «Alpino».
-¿Es cierto que los perros no quieren a los carteros?
-Depende del trato que les des, pero yo con los perros me llevo bien. Hay perros mejores que muchas personas.
-¿Cómo conoció a su esposa?
-Trabajaba enfrente de lo de mi tía, en la casa de la familia Barra, que arreglaba televisores. Un día yo andaba con el tractor, la vi que cruzó a buscar algo, y pensé «es para mí». Así que empecé a hacer guardia y una vez la vi entrar, saludando «Hola, Tía», porque así le decía cuando ella le hablaba del sobrino. «No sabía que éramos parientes», le dije, «porque también es tía mía». Y al poco tiempo le hice «la pregunta», en Monteagudo y Constituyentes, en la puerta del kiosco de Rivero, y bueno… Tuvo un tiempo para pensarlo. La respuesta vino en la misma vereda, pero tres casas más allá, donde estaba el Mercadito Monteagudo, de Giménez.

A la hora de destacar gente, nombra a algunos vecinos ya fallecidos: Tubero, que tenía un corralón en Senzabello, Antonio Bertol, del Rotary, que estuvo en la Legión Extranjera, Mario y Lino Coló, gente sensacional. Señores, humildes, buenas personas, trabajadores. Lucía Baeck y el hermano, que tenía Chaltec… Carlitos Bieysse…» y también destaca a alguien con quien sigue manteniendo charlas que considera muy valiosas: «Marcelo Magaldi, que estuvo en Malvinas….».

-¿Quién le enseñó algo en la vida?
-Mi tío Carlos. Me enseñó a respetar. Me daba trabajo a los 13 años y me pagaba como les pagaba a los grandes. También me enseñó a andar a caballo. Y me regaló un caballo mestizo que mi viejo no aceptó.

Para cerrar, nos dice: «conocí mucha gente que me enseñó muchas cosas. Yo siempre leí mucho, pero la filosofía y la psicología te las da la vida. No hay libro que la equipare. Un libro termina en la última hoja y tu vida termina en el último día».


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