Por Lic. Claudia Elena Rial
En la calidez de su farmacia, Kasuko Nakandakare (Mercedes) recibe a Mi Ciudad con una sonrisa que refleja décadas de vocación y entrega.
En la calidez de su farmacia, Kasuko Nakandakare (Mercedes) recibe a Mi Ciudad con una sonrisa que refleja décadas de vocación y entrega. A sus 85 años, ha dedicado 50 a su profesión, siendo testigo de la evolución de una industria que ha cambiado radicalmente desde sus comienzos. Hija de una familia con una historia singular, Mercedes guarda en su memoria la llegada de su abuelo, el primer japonés en pisar Varela, un legado que, junto con su amor por la salud y el cuidado de los demás, ha marcado profundamente su vida.
Nos disponemos a escuchar su historia, a recorrer junto a ella sus recuerdos y a conocer de cerca cómo su identidad y raíces han influido en su manera de entender el mundo y su trabajo.
-¿Cómo fue que su abuelo paterno llegó a la Argentina?
-Mi abuelo se llamaba Koro, era un hombre valiente y tenaz. Junto a su amigo íntimo, Seiko, emprendieron un viaje que comenzó en Japón y los llevó primero a Perú. Desde allí, decidieron seguir rumbo a la Argentina, y recorrieron buena parte del camino ¡a lomo de burro! Pasaron por Salta, donde trabajaron un tiempo en un aserradero. Pero no se quedaron allí: en el tren de carga que traía la madera llegaron a Buenos Aires, y luego el Provincial, que los trajo hasta Zeballos. Mi abuelo, sin saber el idioma logró trabajar en la tienda inglesa Harrods Gath & Chaves, una de las más importantes, aprendió a hablar el castellano, y leía el diario La Nación. Con gran esfuerzo, y la posibilidad de comprar un terreno, trabajó hasta comprar la quinta.
- ¿Por qué eligieron quedarse en Varela?
-Les gustó mucho la tranquilidad de Varela. Encontraron un lugar que les resultaba familiar, y se instalaron en una quinta frente a una escuela en Zeballos. Recuerdo un ombú enorme que hasta el día de hoy sigue en pie, aunque ahora hay un corralón allí. Es increíble, pero ese ombú sigue siendo un símbolo de nuestra historia familiar y de los primeros días de mi abuelo en esta tierra.
-Cuéntenos de sus padres.
-Antes, las familias japonesas se conocían presentándose de una familia respetable a otra. Mi abuela, por ejemplo, fue enviada desde Japón; provenía de una familia muy prestigiosa, y parecía que todo iba a salir bien... La mandaron para casarse con mi abuelo. De esa unión nacieron tres varones (entre ellos mi padre) y seis mujeres. Mi papá se llamaba Koka, pero acá lo conocían como «Juancito». Fue el primer soldado, hijo de japonés que hizo el servicio militar, en el Regimiento 7 de La Plata. Era el chofer del jefe. Mi mamá era hija única. Cuando nació, poco después falleció mi abuela materna. Una vecina que tenía la misma edad la amamantó, y yo le decía «tía». Esta vecina también vino a la Argentina. Mi mamá se llamaba Matsu Yamanuha, su padre la despidió llorando en el puerto de Japón. También la presentaron a mi padre aquí en Argentina. Mis padres se casaron y tuvieron tres hijos. Mi hermano mayor, Emilio; Rafael, el menor y yo, que nací en 1939. Yo siempre digo: «ellos son el pan y yo soy el dulce» (risas). Al principio, el abuelo tenía una quinta, nos fuimos a Gutiérrez y luego nos mudamos a Mayol, de a poco fueron poniendo invernáculos. Se dedicó a la floricultura. Trabajaba toda la familia. Mi papá era muy querido en Varela, fue concejal y organizaba la Fiesta de la Flor en el Santa Lucía. Y cuando los japoneses de Burzaco querían comprar una tierra, lo llamaban a él para traducir los papeles.
-¿Qué recuerda de su infancia?
-Cuando éramos chicos, el abuelo nos llevaba todos los años a Luján. Cuando viajábamos en tren, al pasar por Retiro, la gente nos miraba y decía: «¿Ustedes son de una escuelita? ¿Están solos?» Llamábamos mucho la atención. Desde la estación, íbamos a la Basílica en «Mateo», visitábamos el museo, comíamos y luego regresábamos. También recuerdo que, en la calle Cariboni, había una señora llamada Margarita Wirman, que tenía mucho dinero y era muy católica. Cuando comenzó la guerra, el abuelo dijo: «No podemos volver a Japón, además están los chicos. Vamos a adaptarnos a las costumbres argentinas.» A partir de ahí, nos bautizaron y tomamos la comunión en la Iglesia San Juan Bautista. Como esta señora era muy devota, nos llevó a confirmamos en la Catedral de Buenos Aires, ¡y salimos en el diario, como toda una familia oriental!
-¿Dónde hizo sus estudios?
-La primaria en Gutiérrez, en la escuela 32. Los chicos éramos todos japoneses y un solo argentino que le decíamos pingüino. Después nos mudamos a Varela, y terminé en la Escuela 10. Hice mis estudios secundarios en el Colegio Nacional de Adrogué. Todos los de Varela íbamos en tren hasta allá. Porque acá no había escuela secundaria. Luego me recibí de farmacéutica en la UBA en 1974.
-Cuéntenos sus comienzos en el mundo laboral
-Ni bien me recibí, trabajé en Monteagudo y Sallarés, en la farmacia de Cascardi, un hombre que era compañero de mi papá de la escuela primaria; y siempre lo recordaba diciéndome; «que buen arquero era tu papá, ¡cómo atajaba!». Aprendí mucho de él, hasta que después de ocho años, con ayuda de mi familia, abrí mi propia farmacia, que es ésta, en la calle Ituzaingó y Sallarés. De a poco la fuimos armando, comprando las estanterías, los medicamentos, todo.
-¿Y qué hay de su vida sentimental?
Me dediqué a mis estudios y una vez recibida, mis padres me presentaron al hijo de una familia conocida. Recuerdo que era un 8 de diciembre. Él vino de Japón, pero cuando lo conocí, ya vivía acá, era contador y traductor. Nos casamos antes de que yo abriera mi farmacia, pero al tiempo él enfermó y al cabo de cinco años enviudé. No tuvimos hijos y después de esa relación, no volví a formar pareja. Me dediqué toda mi vida a la farmacia.
-¿Por qué eligió estudiar farmacéutica?
-A mí me gustaba la química, las matemáticas. Me defendía con los verbos, pero la literatura no me gustaba. Entonces dije: «voy a estudiar farmacia, aparte si tengo una familia, es lindo tener la familia acá, juntos, y de paso puedo atender, trabajar…» Fue una decisión mía porque en mi familia no había nadie que se dedicara a esto.
-¿Cómo era trabajar en una farmacia hace cincuenta años? ¿Qué cambios hubo en la actualidad?
-Antes se respetaba al farmacéutico y viceversa. El paciente traía la receta y uno le explicaba bien todo lo que tenía que hacer, cómo tomar la medicación, se lo recomendaba bien. Ahora yo sé que hay muchas farmacias que cuando les preguntan: «¿cómo lo tengo que tomar?, responden: «pregúntele a su médico». También están los que vienen a comprar un remedio sin haber ido al médico, porque lo vieron por internet, y después quieren que le digas cómo se toma. La profesión se desvalorizó. La gente vive muy apurada, no va al médico.
Hace cincuenta años no había muchas farmacias, a parte de la de Sallarés, estaba la de Boccuzzi, la del Pueblo, Lorenzelli, y después uno de los González puso su farmacia en San Martín.
Hubo muchos cambios en las normativas, en los trámites. Todo cambió, la gente cambió mucho. Antes era un barrio muy tranquilo con calles de tierra en su mayoría. Nos conocíamos todos. Ahora hay que tener cuidado. Nos han robado más de una vez.
-¿Hasta cuándo piensa seguir trabajando?
-Sigo trabajando porque me gusta y me distrae. Prefiero venir un rato a la mañana, aunque sea, y no estar sola. Acá, charlo con la gente, con Enrique, que más que un empleado es como de la familia.
Lo conozco desde chiquito. Trabajaba en la quinta de mi tío, juntando frutillas. De grande, era remisero hasta que le robaron su auto. A partir de entonces trabajó conmigo. Me ayudó mucho siempre. Un gran compañero. Gracias a él, yo estoy tranquila. Yo digo que es mi hijo adoptivo.
-¿Tiene alguna vida social? ¿Algún amigo o pariente cercano?
.La verdad, ya estoy sola. Mis hermanos fallecieron. Pero siempre he encontrado compañía en la comunidad japonesa. Iba mucho al Club Japonés en La Colorada, después al Nago y a la Asociación Japonesa. Este año, por ejemplo, asistí a un cumpleaños muy especial en Koa, en CABA, una pariente de 97 años del pueblo de mi madre. En estos festejos se baila, se come bien. Los cumpleañeros llevan un kimono dorado. También tuvimos la fiesta de mi primo, el hijo de mi tía Rosa, que vive en Lomas. He viajado mucho también. Estuve en Japón cuatro veces y conozco toda la Argentina. Incluso, de grande, estudié en la Escuela Japonesa para aprender a leer y escribir. Entendía y hablaba japonés, pero necesitaba conocer su escritura.
-Su familia ha dejado una gran huella en la comunidad japonesa de la zona. ¿Podría contarnos sobre el trabajo de su padre y su abuelo en esas asociaciones?
-Mi abuelo y mi padre fueron fundamentales. Eran los primeros japoneses de Varela, y para ellos era importante que la cultura japonesa tuviera un espacio aquí. Antes, teníamos que ir hasta Burzaco porque en Varela no había nada para nuestra comunidad. Mi abuelo fundó junto a otros japoneses la Asociación Japonesa, que en un principio era el Club de Horticultores. Gracias a ellos, hoy tenemos clubes y escuelas donde nuestras tradiciones siguen vivas.
Mientras Mercedes habla, Enrique llega con un cafecito dulce. Al observar las paredes de la oficina, destacan los diplomas de Mercedes, que suman más de 36 títulos: un reflejo de su pasión por seguir aprendiendo y perfeccionándose en la profesión.
-Enrique, aprovechamos para hacerle una pregunta. ¿Cómo ha sido trabajar con Mercedes durante tantos años?
-¡Ya llevamos 58 años! Nos conocemos de toda la vida. Al principio, yo estudiaba y trabajaba por las mañanas, mientras Mercedes ya estaba en la farmacia. Me recibí de Perito Químico y comencé a ayudarla con los preparados, que en esa época se hacían a mano. Yo tenía experiencia con químicos de cuando trabajaba en curtidos, y eso me ayudó mucho. Con el tiempo, fui conociendo más sobre este mundo.
Pasamos momentos difíciles, como cuando estuvo a punto de cerrar la farmacia por unas estafas de sus contadores. Ahí le dije: «No me pague, deme lo justo para comer», y juntos logramos superar las deudas y salir adelante.
-Enrique, ¿qué significa para usted ser farmacéutico?
Enrique: Aprendí mucho con Mercedes. Antes, la farmacia era una vocación, igual que la medicina. Hoy todo es un negocio, y a veces vienen médicos a preguntar aquí porque no saben. Yo digo que la farmacia es como un confesionario, donde la gente viene no solo por medicinas, sino a hablar y confiar en nosotros. Es un servicio, no un negocio.
-¿Qué es lo que más valora después de tantos años de servicio?
-La confianza de mis pacientes y haber podido aportar a mi comunidad. Ser farmacéutica me dio la oportunidad de servir y conocer personas maravillosas. Mi único deseo es que el legado de ayuda y dedicación continúe. Que se vea siempre la farmacia como un lugar de cuidado y no como un simple negocio.
-¿Qué consejo les daría a las nuevas generaciones que están estudiando esta carrera?
-Que tengan paciencia, que estudien mucho, que lean bien las recetas, las indicaciones, que no se equivoquen. Que atiendan bien a las personas y den consejos. Que nunca pierdan la empatía. La farmacología cambia, pero la necesidad de cuidar al paciente y entender sus necesidades siempre es la misma. Les recomiendo escuchar, porque en cada persona hay una historia, un motivo por el cual están allí.
Con estas palabras, Mercedes concluye nuestra entrevista. Su historia, llena de esfuerzo, dedicación y pasión por su trabajo, es una inspiración para todos en Varela. Como ella misma dijo, ser farmacéutico es mucho más que una profesión; es un servicio, y nadie lo ha demostrado mejor que Mercedes en sus 50 años de compromiso.